O poeta, crítico e narrador Manuel Rico publica no seu blogue “Al margen” o seguinte texto:
En el verano de 1976, E. y yo, con una pareja de amigos, recorrimos gran parte de la Galicia costera. En Malpica, en pueblo de pescadores próximo a Coruña, vivimos una trágica experiencia: fuimos testigos del intento de salvamento, en la playa, de una muchacha. Ella tuvo suerte, pero uno de los pescadores que se lanzó al mar, precisamente para salvarla, tuvo la mala fortuna de morir ahogado. Aquella experiencia ennegreció el viaje y nos llevó a alejarnos del mar, a buscar la Galicia interior: nos adentramos en la provincia de Orense y recorrimos parte de sus bosques y montañas hasta recalar en un pueblo, cuyo nombre he olvidado, cercano al monasterio de Osera. No muy lejos de allí, hacia el sur, se encontraba el pueblo cuya denominación llevaba impresa en la portada del libro que me acompañó a lo largo de aquel viaje: Celanova.
Su título: Donde el mundo se llama Celanova. Su autor, Celso Emilio Ferreiro. En 1975, con Franco enfermo, Celso Emilio era un poeta vivo y
activo (comprometido en la lucha antifranquista) que cuatro años después, el 31 de agosto de 1979, moriría precisamente allí, en Celanova, donde había nacido en 1912. He de decir que el poemario había sido editado meses antes gracias a la iniciativa del poeta y entonces director de la colección Alfar de poesía, de Editoria Nacional, Diego Jesús Jiménez: una bella edición de bolsillo, bilingüe (la traducción era del propio Celso Emilio), cuya portada reproduzco en este post. Recuerdo que aquellos poemas acompañaron algunos de mis duermevelas de aquel viaje y que, en ellos reconocía experiencias anteriores vividas en la Galicia profunda: un viaje a As Pontes en tiempo de navidad del que todavía recuerdo maravillosas veladas al calor de una hoguera junto a amigos que el tiempo se ha encargado de borrar de mi memoria, queimadas que duraban hasta el amanecer y conversaciones interminables sobre los tiempos que se avecinaban con la previsiblemente próxima muerte del dictador. De modo que yo había construido en mi mente una Galicia. Literaria, sin duda. Idealizada, también. Pero cargada de imágenes vinculadas a un tiempo de descubrimientos del que formaba parte la poesía de Ferreiro (y la música de Luis Emilio Batallán, del berciano Amancio Prada, de Voces Ceibes…), la lectura adolescente de poemas de Rosalía y de un monográfico de Cuadernos para el Diálogo dedicado al genial Castelao. Era mi Galicia de los veintipocos años, ese tiempo de descubrimientos en el que todo se mitifica y magnifica.
En este 2012 se cumple un siglo del nacimiento de Celso Emilio Ferreiro. Será un centenario poco celebrado porque el olvido es el consejero indeseado de los buenos poetas que estuvieron en los márgenes. Un olvido injusto de uno de los poetas de mayor relieve de la lengua gallega. Su obra, cuyo libro más conocido e influyente fue Longa noite de pedra, (su primera edición data de 1962, pero ha sido continuamente reeditado) desbordó, sin embargo ese ámbito lingüístico para convertirse, sobre todo en las décadas de los sesenta y setenta del pasado siglo, en un referente de la lírica más comprometida, más implicada en la denuncia de la dictadura y en la búsqueda de una nueva realidad. Su poesía, con fuerte arraigo en la tradición poética de lengua gallega (Rosalía, Curros Enríquez, Pondal), alcanzó en aquel tiempo una notoriedad parecida a la de autores como Blas de Otero, Gabriel Celaya o José Hierro y tuvo vínculos estéticos y simbólicos, con la mejor poesía crítica de la Generación del 50.
En 2007, la reedición, con una traducción nueva y sólo en castellano, de Larga noche de piedra (Rinoceronte Editora), y de sus relatos americanos de La frontera infinita (Faktoría K) fue no sólo una llamada de atención sobre la importancia de su obra, sino una oportunidad, para nuevas generaciones de lectores, de asomarse a ella y de evaluar cuánto de artificial hubo en la descalificación de cierta literatura adjetivada con el
marchamo de social y en la tenacidad de algunos autores de libros de texto de relegar a Ferreiro, junto con Grabriel Aresti y Salvador Espriu, al espacio marginal de los “autores en otras lenguas”. Esperemos que el centenario se aproveche para insistir en el objetivo de potenciar el conocimiento de su obra, logrado de manera muy limitada, casi testimonial en 2007 con la publicación en castellano de los libros antes referidos
En Larga noche de piedra está la esencia de la mirada de Celso Emilio Ferreiro sobre la realidad de su tiempo, pero también una reivindicación del sentido último de la lírica como instrumento descubridor de la belleza, de una belleza a la que llama verdad: “Uno busca la verdad / por todos
los caminos, bajo las piedras, / en las raíces oscuras de las miradas, / más allá de espumas y crepúsculos”. La mirada de Ferreiro no fue
una mirada localista, chata, sino universalista, dotada de un fuerte componente humanista y con plena conciencia del territorio en el que ha de moverse la palabra poética. La mezcla de componentes íntimos y preocupaciones colectivas, el tono conversacional, lejano a la estridencia y al artificio y una mirada compasiva y enamorada sobre la realidad gallega y sus paisajes dieron una identidad diferenciada a sus poemas, los dotaron de un estilo reconocible.
Aunque se puede acceder a su obra completa en edición bilingüe, el tiempo transcurrido desde su aparición, más de un cuarto de siglo, hace imprescindible no sólo su reedición sino una nueva traducción al castellano que se libere de las servidumbres de la época, por otro lado inevitables. En 1981 (año en que fue editado el tercer volumen), en el ecuador de la transción política, la visión de la obra de Ferreiro venía marcada por el componente político, social, mucho menos por el estético o emocional. Libros suyos como El sueño sumergido (1954), Cementerio privado (1973), muestran un universo poético que se aleja de la convención que la historia literaria ha establecido. La vida cotidiana en la Galicia profunda, los sueños rotos, la memoria de la infancia, el amor, el exilio y la añoranza, la muerte como amenaza y, en ciertas situaciones, como salvación,
cruzan e impregnan una poesía dúctil y directa a la vez, realista pero no ajena a la ensoñación y a la imagen imprevista.
La obra de Ferreiro no se agotó, ni mucho menos, en la poesía. Fue un notable narrador de cuentos. Fruto de esa labor, desarrollada, en gran parte, en el exilio venezolano, fue la colección de cuentos reeditada en 2007 antes aludida, La frontera infinita, que vio la luz, por vez primera y en lengua gallega, en 1972. Cuentos duros derivados de una experiencia amarga y en los que se advierte el aliento de cierta narrativa del boom latinoamericano y en los que fantasía y realidad interactúan y se complementan.
En aquel lejanísimo año 75, sin embargo, desconocía todos los aspectos que acabo de referir de su literatura, de su poesía. Conmigo, en un espacio accesible del equipaje, iba Donde el mundo se llama Celanova. Había sido, meses antes, mi gran descubrimiento poético del año. Sus poemas hablaban de la infancia en Celanova, de la cotidianidad de un mundo aferrado a costumbres ancestrales y, a la vez, impregnado por la pátina de irrealidad, de magia, con que la memoria tamiza los recuerdos de la niñez. Un libro que está pidiendo desde hace tiempo una reedición en condiciones, quizá acompañada de un texto de lectura de algún poeta de hoy, del siglo XXI. En la colección de poesía de Bartleby existe una serie
denoeminada “Lecturas 21”. Ahí tendría un perfecto encaje.
No estaría mal que esa iniciativa se convirtiera en una modesta aportación de la editorial al centenario de Celso Emilio Ferreiro.